Hasta el 8 de junio | Entrada libre y gratuita
«Conversación sin fecha»
Bernard Plossu & Marcos Adandía
Detrás del río Azul y frente a la falda del cerro Esmeralda están las tierras altas, allí viven los hombres pequeños. Su sonrisa es grande al igual que sus orejas y llama la atención la luz en su mirada. Para llegar hasta el lugar es necesario caminar hacia el lado norte del río y subir a una tabla de ciprés con forma de barquito, que por los remolinos y la fuerza de las aguas te dejará en un sitio impredecible, a no ser que de la boca de un niño, portador de amor y buena fortuna, se pronuncie el rumbo preciso, en cuyo caso arribarás a un discreto amarradero bendecido por flores, lengas y nogales. Gracias a esto y a un secreto bien guardado, la comarca se mantiene libre de curiosos y bandidos.
Sus viviendas son sencillas, una cama simple, dos banquitos, una pequeña mesa y un fuego que sirve para todo, el bañito está afuera. Todos los animales los quieren y acompañan, en las mañanas iluminadas se los puede ver caminar con mariposas jugando sobre sus cabezas, que saltan y se esconden entre sus cabellos grises y desprolijos. Se alimentan de lo que la tierra les da y saben qué, cómo y cuándo sembrar porque conversan con la tierra y con las semillas, luego hablan con las papas y las cebollas y con las aguas del río, con las estrellas y con todo lo que hay en el cielo. Lo que no les conversa, no lo plantan. Durante el invierno descansan y en voz baja pactan con el frío hasta el regreso del sol. Porque encuentran en la fuerza de lo natural, la transparencia que es la luz de su magia y humildad.
Para ellos el viento es el mensajero, el que recoge las memorias y las siembra en algún lugar de la Tierra. De este modo las historias viajan, van y regresan renovadas, vuelven a nacer, encuentran una nueva forma de respirar y compartir su secreto.
Existe una línea de luz, una de sombra, y una historia latente en un breve espacio de vida, todo en constante movimiento, como en el rito del Ave del Paraíso, invocando una mirada que complete el milagro para el nuevo nacimiento. La necesidad lleva a las almas hasta los confines de lo real, donde el resplandor de una palabra se disuelve en lo infinito del tiempo. Te impulsa a ser huella o misterio; un círculo continuo de amor y celebración para la oportunidad y la ilusión de recrear la vida, y también a la geometría desesperada de imágenes que habitan el espejo de los sueños, se refugian en el reverso de la mirada, por el ahogo, la cercanía de un abismo, o el abrazo de un padre que no llegó a tiempo.
Es lo que está y se ha ido, los viajes y el descanso, una niña en Italia o una abuela en el desierto. Un barco en Marsella, un vendedor de sedas en Marruecos. La Mano de Fátima, los niños de Paris o los de Tepotzotlán. México, la selva, los caminos, los cielos y los besos. Una profecía en cuarzo rosa y Juanito asomando a la vida en Catamarca. Tus zapatos o los aros que cuelgan en la pared de la casa, es la luz del sol sobre la cama, la piedra blanca y la ofrenda dulce de salvia y de copal. Lo que habita el alma del pájaro, que vuela, mira y sueña que por que canta sale el sol.
Las imágenes derraman el silencio de sus bordes, y en su periferia florece una escritura azul y muda, nacida del lenguaje del espíritu, para el encuentro y el significado de las cosas. En un jardín de cactus, sagrado y eterno, renace con el día la hermosura de Françoise, el brillo de su presencia que ilumina y resplandece como el sol en las casas blancas de Nijar.
Todo viaja de ida y vuelta sobre la hebra del mismo hilo. Es un encaje imperfecto que alumbra y como el fuego, dibuja señales en la sombra. Un pequeño pez de colores fue testigo atento de la victoria de Joaquim en la carrera de la playa. La infancia que ríe, juega o descansa en el umbral de una fotografía; para lo libre, para lo incierto, para lo que no sé o no recuerdo. El amor descifra el enigma que cubre la mente, deja marca y es venado, viene de siempre y seguirá como estampa en la parte del tiempo que ya has visto. Un abuelo luminoso lleva en su pecho una estrella, un canto renacido y abierto para los ojos de la inocencia. Es testimonio y destino; evidencia de que has mirado.
Busco entre pilas de papel, entre libros, trato de sujetar los recuerdos, de esquivar la ausencia de un padre huérfano que se fue antes de hablar. Miro la caja de las fotografías familiares, me acerco con miedo, recorro el contorno con un dedo, la toco y dejo la mano un instante sobre ella como en un rito funerario. Álbumes floridos un poco rotos, llenos de fiestas y promesas antiguas, mesas largas en galpones un poco sucios, guitarras, un abuelo poeta y una prima loca. El ánimo es un equilibrista que a fuerza de intentarlo se hermana con la soga o el alambre, mientras espera que la secuencia, o el siguiente paso, llegue como en la fe, por la inercia del propósito. En las manos de un sueño habita lo infinito, el destino de lo que amamos, y no dejo de mirar esta experiencia con la esperanza de que cerca del mar se abra una ventana para el descanso de la madre. Todo el universo de la infancia grabado en luz. Si el tiempo es ilusión la fotografía lo sabe. En una de las puertas recogerás flores del camino para los huesos de tu padre, en la siguiente serás el vestido azul de las lenguas del fuego. Piedras rojas entre flores rojas. Frutos negros entre espinas blancas para una canción que siempre se está escribiendo.
Las puertas están abiertas, una pequeña voz sostiene la corona y camina entre hojas mínimas de un mundo invisible. Nervaduras sensibles que parecen quebrarse o desvanecerse, y sin embargo, se ofrecen fortalecidas por su delicadeza, como testigo de mil historias.
Dice Bernard: “es lo que se ve sin mirar lo que enseña a ver, lo que se acumula en la memoria”. Son tus brazos sosteniendo mis hombros, mi cabeza. Las marcas del tiempo en el alma frágil de las cosas.
Es verano en el sur de Francia y un fuerte calor húmedo moja el cuerpo aturdido por el grito áspero de las chicharras. El olor del mar recuerda la vida. La tierra es blanca, testigo del paso antiguo del metal y del asombro. Viene entrando la noche, la luna cambia el paisaje y me recuerda el brillo en la piel gastada de las manos de mi abuela, la transparencia suave, las venas azules.
A esa hora y en la luz de ese cielo las gaviotas lejanas y nocturnas parecen estrellas fugaces.
El calor se ha ido y como cada día te asomas desde la puerta del jardín. Afuera hay dos sillas blancas /